Lo
hecho y lo que queda por hacer
Palabras
de despedida en la ceremonia de graduación. Curso 2013/14
Antonio
Diéguez
Compañeros, alumnos, familiares, amigos todos:
Quiero
aprovechar esta ocasión para dirigirme especialmente a vosotros, queridos alumnos,
porque tengo contraída con vosotros una deuda de gratitud, acumulada durante
estos años en los que he contado con vuestra paciente atención, y quisiera
pagarla, en parte al menos, con algunas palabras que puedan serviros de
orientación y de ánimo ahora que finalizáis vuestros estudios de filosofía.
Con
este acto que aquí y ahora celebramos se simboliza, de forma quizás un tanto prosaica,
pero amable y bienintencionada, el final de un periodo muy importante en
vuestras vidas. En estos días, tras la realización de los últimos exámenes,
muchos de vosotros dejaréis la Universidad y os enfrentaréis a la dura tarea de
buscar un trabajo en un país cuyo mercado laboral ha sido devastado por una
atroz crisis económica. Otros tal vez tengáis en mente seguir completando
vuestra formación con un máster o con otros estudios que permitan ampliar
vuestra formación. En todo caso, una vez obtenida la licenciatura o el grado,
podéis decir con merecida satisfacción que habéis logrado el objetivo
fundamental que os trajo aquí hace unos años y que habéis puesto la base de una
formación que –eso sí– tendréis que ir afianzando, agrandando y diversificando
a lo largo de toda vuestra vida. Los profesores os hemos ayudado en lo que
hemos podido y siempre nos tendréis aquí para orientaros en esa tarea.
Durante
el tiempo que habéis estado entre nosotros, habéis realizado un recorrido
inevitablemente apresurado y fugaz, parcial, sin duda, pero suficiente, por lo
que de forma algo cursi y televisiva podríamos llamar “la aventura del
pensamiento humano”. Y ahora que lo habéis hecho, ya sabéis perfectamente por
qué la tan repetida pregunta por la utilidad de la filosofía (que seguiréis
oyendo a lo largo de vuestra vida), más que poner en apuros al que la recibe,
califica al que la hace. La denuncia de la irrelevancia práctica de la
filosofía denota simplemente una lamentable carencia de sensibilidad histórica
por parte de quien la formula; porque, lo sepa o no quien realiza dicha
denuncia, sea ministro de educación o inspector de hacienda, la filosofía,
desde sus orígenes en Grecia, ha configurado para bien o para mal la historia
de Occidente, su modo de entender la religión y la política, su forma de
aproximarse a la realidad y de conocer el mundo, su valoración de los
conocimientos y de los comportamientos, su visión de la propia historia, su
modo de relacionarse con la naturaleza y de situarse con respecto a ella.
Como
escribió Amelia Valcárcel en un artículo periodístico que publicó hace ahora un
año, “somos la primera humanidad producto de un diseño del cual las ideas
filosóficas fueron las principales autoras. Somos una ‘humanidad pensada’, el
resultado de la imaginación ética y política de quienes dieron el gran salto
que nos separó del mero sucederse natural.” (El País, 7 de junio de 2013).
Lejos
de ser inanes, las ideas filosóficas han tenido un enorme poder, y éste ha
dejado su huella visible en la historia. Han alejado o acercado pueblos; han
sustentado revoluciones; han edificado instituciones culturales y sistemas políticos;
han erradicado o santificado costumbres; han creado conceptos con los que
pensar de formas nuevas; han derribado viejos conceptos, dejando atrás con
ellos formas de pensamiento periclitadas; han forjados utopías que perseguir
(como la de la paz universal y perpetua o la de la igualdad entre los seres
humanos) y distopías que evitar. Y, en especial, han proporcionado un enorme
servicio a toda la humanidad: han mostrado que las cuestiones últimas que
siempre nos han importado pueden alcanzar una respuesta, por tentativa y
provisional que sea, dentro de la mera razón.
La
filosofía –es verdad– no hace descubrimientos; excepto uno solo: nos pone al
descubierto lo que hemos sido y lo que hemos querido ser. Nos señala cuáles han
sido nuestras aspiraciones y nuestros miedos, nuestros deseos y nuestros
deberes, nuestros límites y nuestra desmesura. Eso es lo que habéis visto
durante estos años en las clases y a través de numerosas lecturas.
Por
eso, os dediquéis o no profesionalmente a la filosofía, ésta os ha marcado ya.
Sabréis en todo momento que a lo largo de la existencia uno puede ponerse si
quiere en las manos de muchos guías, pero que sólo el uso autónomo de la razón,
como nos enseñó Kant, hace a un ser humano alguien auténticamente libre. No
podréis, pues, enfrentaros ya a ningún asunto importante en vuestras vidas sin
considerarlo al modo filosófico, es decir, sin preguntaros qué os dice al
respecto vuestra razón. Esto os traerá ventajas en muchas situaciones, porque
no son muchos los que se atreven a salir de la opinión común, de lo que se
supone que debe pensarse sobre ese asunto. Pero os traerá también desventajas.
Sobre todo en aquellos momentos en los que el sentido de lo práctico, de lo
conveniente, ha de ser pospuesto. Y es que, paradójicamente, el lado no
teórico, sino práctico, de la filosofía, el que se ha tenido siempre como fin
último el logro de una vida digna de ser vivida, ha aconsejado repetidas veces
al practicante de la filosofía ser poco práctico. Cada uno tendrá ocasión, sin
duda, de valorar si merece la pena seguir este consejo.
¿Y
qué es lo que habéis conseguido obtener aquí durante estos años para
desenvolveros ahora ahí fuera con mejor soltura? No sabréis manejaros demasiado
bien en tareas que reciben la máxima valoración social. No sabréis calcular la
resistencia de un puente, ni averiguar si una toxina está presente en un
alimento, ni reparar la fractura de un hueso, ni asesorar a alguien perjudicado
por una nueva ley. Lo único que os lleváis de aquí es la costumbre de aplicar
algunas herramientas analíticas a los problemas y, utilizando la terrible
expresión de Quevedo, un cierto gusto por vivir en conversación con los
difuntos y escuchar con los ojos a los muertos, es decir, un gusto por lecturas
de autores del pasado. Bueno, quizás podría añadirse algo más: os lleváis de
aquí también el firme convencimiento de que El Corte Inglés se equivoca al
poner los libros de autoayuda y de misticismo oriental en la estantería que
lleva el rótulo de ‘Filosofía’. No es mucho, ciertamente, pero cabe el consuelo
de que con ese parco bagaje, otros supieron hacer grandes cosas. Supieron ver
nuevos valores hasta entonces desatendidos o despreciados, cambiaron ideas
establecidas, hicieron preguntas desconcertantes, abrieron nuevos campos de
investigación y ofrecieron imágenes más ricas y más críticas de nosotros
mismos, contribuyendo así al progreso moral.
Sin
necesidad de llegar a alcanzar objetivos tan altos, hay ya una enseñanza
pequeña pero muy útil que podemos extraer de todo lo aprendido. La historia de
la filosofía nos ha mostrado los grandes errores que otros han cometido en el
pasado. Al menos, estaremos ya avisados sobre ellos, y eso no es baladí, porque
la historia tiene a veces la tentación de repetirse. Sabremos, pues, cuáles son
los puntos débiles de cualquier idea que se nos quiera presentar como una
verdad inamovible. En esto, el mensaje que nos ofrece la historia de la
filosofía es convergente con el que nos ofrece la historia de la ciencia: es
necesario cambiar de opinión cuando se tienen datos y argumentos que indican
que la opinión que se sustenta es falsa, y para detectar el error lo antes
posible, hay que someterla a crítica rigurosa. Esto no sólo lo ha dicho Popper,
pero sí es uno de los que más insistió en recordarlo.
La
precariedad de la filosofía ante la opinión pública, pese a los logros
mencionados, ha sido una constante histórica. No es consecuencia de la política
del ministro de educación, aunque ésta (y la anterior, y la anterior a la
anterior) no haya hecho nada por mejorarlo. Con altibajos, esa ha sido su
situación a lo largo de la historia. Ni siquiera es fácil saber qué es la
filosofía, aunque se haya obtenido un título académico sobre esa materia, tal
como habéis hecho vosotros. Hay muchas caracterizaciones disponibles, algunas
de ellas muy distantes de las otras. Quizás solo quepa elegir alguna entre las
muchas definiciones propuestas. A mí me parece que la más ajustada, aunque
posiblemente también la menos orientadora, es la de Wilfrid Sellars, según la
cual el objetivo de la filosofía es entender cómo las cosas, en el sentido más
amplio posible del término, se relacionan entre sí, en el sentido más amplio
posible del término (“understand how
things in the broadest possible sense of the term hang together in the broadest
possible sense of the term”). Pero una afirmación así, como ya veis, no
aporta demasiados detalles, así que me atreveré a daros algunos de ellos,
siempre, claro está, desde mi personal punto de vista.
Como
hemos dicho, a lo largo de su historia, filosofía ha tenido que afrontar algunos
de los problemas centrales que han preocupado al ser humano. No quizás los más
urgentes o necesarios, pero sí los más radicales. Se ha preguntado por la
naturaleza de la realidad, por la forma de conseguir la felicidad, o de
alcanzar una vida buena, por los requisitos de una sociedad justa, por la
posibilidad de la democracia, por lo que define al arte, por la naturaleza y
los límites del conocimiento, por la fundamentación de los demás saberes, por
el valor y condiciones de la racionalidad, por la relación entre la mente y el
cuerpo, por la consciencia y la libertad, y por cómo entender la posibilidad de
ambas en un mundo gobernado por leyes fisicoquímicas. En la ceremonia de
graduación del año pasado, les hablé a los que entonces se licenciaban de los problemas
que, en mi opinión, más interesaban a la filosofía en el momento presente; los
que llenan las páginas de las revistas de filosofía que ahora se publican. En
esta ocasión quiero hacer algo más arriesgado. Quiero mencionar algunos de los
problemas que creo que ocuparán con más intensidad a la filosofía en los años
venideros. Quiero, por tanto, hablar de la filosofía que queda por hacer, y de
la que tendrá de ocuparse vuestra generación.
Pero,
¿cómo? ¿Es que acaso no hemos oído a Stephen Hawking, el gran físico británico,
decir que la filosofía ha muerto ya? Hawking quizás pensaba escandalizar, y
ciertamente lo consiguió entre algunos, pero no entre los filósofos, que vienen
oyendo lo de la muerte de la filosofía al menos desde Kant. La filosofía, según
estos que proclaman su defunción, ha podido quizás hacer grandes cosas en el
pasado. Pero su tiempo ha pasado ya. Una vez que hizo germinar de su tronco a
las distintas ciencias, a lo largo de toda la Modernidad, su caudal se ha
agotado. No quedan preguntas importantes que no puedan formularse dentro de una
de esas ciencias, y, por tanto, la posible respuesta filosófica está de más. Si
queremos saber lo que es la materia le preguntamos a la física o a la química;
si queremos saber qué es la vida, le preguntamos a la biología; si queremos
saber qué es la mente, cómo funciona, cuáles son sus límites, le preguntamos a
la psicología; si queremos saber qué es el Universo, cuál ha sido su origen y
cuál su posible final, le preguntamos a la cosmología; si queremos saber qué es
el ser humano, le preguntamos a la antropología, a la biología evolucionista, a
la sociología, y a otras disciplinas empíricas. ¿Qué podría añadir de interés,
y sobre todo, de relevancia, el filósofo a todas esas respuestas científicas?
Quien
así pregunta no se ha parado quizás a considerar que la ciencia tiene límites.
En primer lugar, porque en cada momento histórico su conocimiento del mundo es
parcial y no parece haber ninguna razón de peso para pensar que esto no seguirá
ocurriendo en un futuro previsible. Seguirá habiendo temas que, por falta de
datos, por insuficiencias metodológicas, por limitaciones técnicas, o por la
mera finitud de la mente humana, las distintas ciencias no podrán abarcar de
forma adecuada. Pero además, hay asuntos, especialmente asuntos humanos, que no
quedarían jamás exhaustivamente entendidos mediante un enfoque científico por
mucho que éste consiga avanzar. Piénsese, por ejemplo, en las cualidades de las
experiencias subjetivas, o en el conocimiento que se obtiene del otro a través
de las relaciones personales, o en la experiencia estética, o en determinación
de en qué consiste una vida buena, o en el modo de darle sentido a un proyecto
personal de vida, o en la cuestión de si existe o no el libre albedrío, o en el
concepto de causa implicado en la idea de causación mental o bien en el
empleado en algunas teorías físicas. Estos y otros ejemplos que podrían ponerse
son suficientes para mostrar que habrá en todo caso preguntas filosóficas que
no desaparecerán ni encontrarán plena respuesta en las ciencias, tanto más
cuanto que las ciencias mismas descansan en presupuestos filosóficos que ellas
no tematizan.
Finalmente
–y esto puede sonar a paradoja–, incluso si se quisiera dar a la ciencia la
última palabra en todos los temas relevantes que han ocupado tradicionalmente a
los filósofos, la discusión filosófica no dejaría de ser necesaria en casi
todos ellos, puesto que no hay más que mirar a lo que hoy sucede en este tipo
de discusiones para comprobar que los propios científicos pueden sacar
conclusiones muy diferentes acerca de lo que la ciencia puede decir sobre esas
cuestiones, y es claro que la evaluación de sus diferentes conclusiones
necesitaría de una reflexión filosófica. De hecho, lo que hemos podido ver en
las últimas décadas es que el progreso de las ciencias si bien ha eliminado o
dado respuesta a muchos problemas filosóficos, ha abierto infinidad de otros
nuevos, y, gracias a ello, han surgido nuevas ramas de la filosofía, como la
neurofilosofía, o la filosofía de la biología, que no existían con anterioridad.
La filosofía no sólo se ha expandido en sus intereses, sino que ha salido fuera
de sus fronteras tradicionales. Que eso no haya ido acompañado de un
crecimiento paralelo en la consideración pública es otro problema distinto que
no me compete a mí ahora dilucidar.
Hawking,
por seguir con el ejemplo citado, se desmiente casi inmediatamente a sí mismo,
porque en las mismas entrevistas en que dice esto (inicialmente lo sostuvo en
su libro El gran diseño), añade que
debemos manipular nuestros genes para convertirnos en seres superinteligentes
capaces de competir con las máquinas superinteligentes que crearemos dentro de
poco. ¿No hay ninguna cuestión filosófica relevante detrás de esta pretensión?
¿No hay presupuestos discutibles desde la epistemología, la ética, la
antropología filosófica, la filosofía de la mente…? Cualquier estudiante de
filosofía reconocería varios.
Pero
dicho esto, hay que añadir a continuación que la filosofía no tiene garantizado
un futuro. De hecho, presenta síntomas claros de decaimiento de los que cabe
responsabilizar a los propios filósofos. A lo largo del siglo XX, uno de los
siglos más convulsos de la historia, la filosofía (con algunas excepciones
notables) pensó que podía desentenderse de los problemas que verdaderamente
aquejaban a la humanidad. Pensó que le estaban reservadas tareas más elevadas,
más nucleares, menos periféricas. Se replegó entonces en disquisiciones
escolásticas sobre la conciencia pura, el lenguaje ideal, el modo en que
hablamos de ciertas cosas, la interpretación infinita de significados textuales,
el final de la filosofía, la muerte del sujeto, la construcción social de la
realidad. Se obsesionó con el rigor puramente formal y con la elaboración de
una jerga aparentemente rompedora, pero incomprensible. Se hizo académica, en
el peor sentido de la palabra, y dejó las cuestiones importantes en manos de
opinadores diversos y de “think tanks”. Con todo ello, ha dejado tras de sí un
largo reguero de ideas vacías, como ha señalado Peter Unger, que solo han
interesado a los ingresados en cada una de sus especializadas escuelas. No es
extraño, pues, que ante la constatación de este estado, se hayan multiplicado
las voces de los que certifican que la filosofía ha muerto, justo en la época
en que más se escribe y se publica sobre filosofía.
Debemos,
pues, si no queremos vernos cada vez más arrinconados en una autocontemplación
narcisista, retomar como tarea fundamental la reflexión sobre los problemas que
inquietan a los seres humanos en el momento presente, como supo hacer casi
siempre la filosofía en otros momentos históricos. En realidad, puede decirse
sin exageración que los problemas principales que tiene la filosofía ante sí al
día de hoy son probablemente los más graves y más difíciles de todos aquellos a
los que ha tenido que enfrentarse a lo largo de su historia. He aquí algunos de
ellos solo a título de ejemplo:
(1)
¿Qué consecuencia ha tenido sobre
nuestro planeta el desarrollo tecnocientífico e industrial, y qué alternativas
hay a lo que estamos haciendo? ¿Hay posibilidad de mantener una actitud nueva
ante la tecnología? ¿Qué relación queremos mantener con los demás animales y
con la naturaleza en general? ¿Qué responsabilidades tenemos con las
generaciones futuras?
(2)
¿Qué vamos a hacer con el ser humano
ahora que empieza a ser posible su transformación biotecnológica? ¿Querríamos
ser sobrehumanos o posthumanos a través de la genética? ¿Querríamos ser
inmortales si estuviera a nuestro alcance esa posibilidad?
(3)
¿Cómo va afectar todo esto a nuestros
modos de ordenación política y social y qué podemos hacer para que el resultado
sea más justo y proporcione mayor libertad e igualdad? ¿Cómo vamos a hacer que
los beneficios del progreso científico y técnico estén orientados realmente al
bienestar de todos los seres humanos, empezando por los más desfavorecidos?
Como
puede verse, son cuestiones de máxima importancia y en ellas la filosofía (junto
con las ciencias) tiene mucho que decir. Pero permítaseme terminar señalando un
problema que la filosofía, en tanto que disciplina académica y profesional,
tiene todavía que resolver y que no puede posponer por más tiempo. No es un
problema que le afecte sólo a ella, pero por su propia condición reflexiva ella
debería tomar la delantera en el intento de solución. Las mujeres constituyen
el 50% aproximadamente de los estudiantes que comienzan los estudios de
filosofía en los países occidentales. A medida que avanzan los cursos, su
porcentaje se va reduciendo gradualmente. De tal modo que sólo el 30% de los
profesionales dedicados a la filosofía son mujeres, y sólo el 17% de los
profesores universitarios de filosofía con plaza permanente son mujeres. Su número
ha ido aumentando en las últimas décadas en otras especialidades, pero no en la
filosofía. De todos los artículos que se publicaron en las 7 mejores revistas
de filosofía entre los años 2002 a 2007 sólo el 12,4% incluían a una mujer
entre los autores y sólo el 4,4% estaban escritos en su totalidad por una
mujer. De todos los artículos citados por otros artículos entre 1993 y 2013
solo el 4% estaban escritos por mujeres. Es evidente, según estos datos, que pese
a contar hoy día con filósofas de primera fila, la filosofía no ha hecho aún
demasiado por incorporar a la mujer, y quizás a ello se deban algunas de sus
otras deficiencias actuales.
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