sábado, 14 de septiembre de 2013

Alberto Ciria calienta el debate del 19 de septiembre

Nuestro amigo y colaborador habitual Alberto Ciria nos ha mandado desde Múnich el siguiente texto para calentar el debate del 19 de Septiembre: GRACIAS ALBERTO!!

Ciencia y filosofía: 
lo que son, lo que han llegado a ser y lo que podrían haber sido
(Fragmentos de un reencuadramiento de la pregunta sobre si el fin del universo es ser conocido por el hombre)

Alberto Ciria

Antes de abrir un debate sobre la relación entre filosofía y ciencia definiendo territorios, deliberando y discutiendo sobre si una se subordina a otra, si ambas son autónomas o si ambas se homologan, es necesario tener presente la diferencia entre estas tres cosas: lo que ciencia y filosofía son por esencia (si es que hay una “esencia” de ellas), lo que de hecho han llegado a ser históricamente (que es lo que nosotros nos encontramos ahora como dado) y lo que podrían o incluso deberían haber sido.
Aquellos a quienes consideramos primeros filósofos fueron, como sabemos, físicos: conocedores de los principios del universo. Algunos de ellos dejaron por escrito sus conocimientos dándoles una forma poética.
Hoy distinguimos entre ciencia, filosofía y poesía como tres disciplinas específicas. ¡Con qué enojo reaccionan tantas veces representantes de cada una de ellas cuando bien- o malintencionadamente se los encasilla en cualquiera de las otras dos!
Además de esto, podría suceder que la distinción, que a todos nosotros nos resulta bastante clara, entre artista y profesor de arte, pero también entre filósofo y profesor de filosofía, se dé también entre el científico y el profesor de ciencia, y que –por ejemplo– entre Newton y un profesor de física o de filosofía de la ciencia haya la misma distancia que entre Kandinsky y un profesor de historia del arte, por no decir que están haciendo cosas del todo dispares. Así sucede que los textos de un Galileo o un Newton, cuando los leemos, nos resultan tan filosóficos e incluso tan poéticos.
Pero también podría suceder lo contrario: que según con qué espíritu se enseñe y con qué espíritu se investigue, haya más „alma de científico“, y por tanto haya más ciencia, en la enseñanza que en la investigación; que haya tanta más ciencia ahí donde más elemental es la enseñanza y tanta menos ciencia ahí donde más sofisticada es la investigación. ¿O es que no sucede lo mismo en filosofía?


2. Un texto y tres películas que ilustran y tratan esta cuestión dejándola abierta

2.1. Un texto de Dostoievski

“Como progresista ruso moderno y vil petersburgués que soy me parecía incomprensible, por ejemplo, que aquellos hombres, sabiendo tantísimas cosas, no poseyeran nuestra ciencia. Pero pronto comprendí que su conocimiento se completaba y se alimentaba con descubrimientos diferentes de los de la Tierra, y que sus aspiraciones también eran distintas. No deseaban nada y estaban tranquilos; no aspiraban al conocimiento de la vida tanto como nosotros, porque su vida era plena. Pero su saber era más profundo y elevado que nuestra ciencia, pues nuestra ciencia trata de explicar en qué consiste la vida, aspira a conocerla para enseñar a otros a vivir; ellos no tenían necesidad de ciencia para saber cómo tenían que vivir, como no tardé en darme cuenta, aunque no fui capaz de entender su conocimiento. Me mostraban sus árboles, y yo no conseguía comprender por qué les testimoniaban tanto afecto: era como si hablaran con sus semejantes. ¡Y saben ustedes, es posible que no me equivoque cuando digo que hablaban con ellos! Sí, habían descubierto su lengua, y estoy convencido de que se entendían. De la misma manera contemplaban toda la naturaleza –los animales vivían con ellos en paz, no les atacaban y les profesaban afecto, subyugados por su amor–. Me enseñaban las estrellas y decían cosas sobre ellas que escapaban a mi comprensión, pero estoy convencido de que tenían algún tipo de contacto con esos cuerpos celestes, no sólo por medio del pensamiento, sino a través de algún canal más inmediato.”[1]

En este texto, un pasaje de su cuento “El sueño de un hombre ridículo”, Dostoievski plantea una confrontación entre lo que la ciencia ha llegado a ser históricamente y lo que podría haber sido. El pasaje es un fragmento del relato que hace el personaje de una especie de visión onírica de un mundo paradisíaco. Que ese mundo sea onírico y paradisíaco y no real ni histórico no significa que sea un mundo imposible: al contrario, el cuento termina con una exhortación a realizarlo. Más bien significa que se está teniendo presente la diferencia entre lo que la ciencia, es más, lo que el hombre ha llegado a ser y lo que, sin más, podría haber sido; la diferencia entre saberse algo y ser conocedor de algo, tomando esto último como un modo de participar del ser propio de ese algo siéndolo compartidamente. En esto es irrelevante si esa ciencia paradisíaca fue real o un mero sueño. Aquí se trata de la “verdad de la ciencia” y de qué significa –o podría o debería significar, a diferencia de lo que ha venido a significar– “ser conocedor del universo”, al margen de si la revelación de esa verdad y de esa esencia ha sido histórica o no: una verdad revelada en un sueño no deja de ser una verdad.


2.2. Tres películas

Solaris de Tarkovski. Un personaje de la película, un científico desengañado, formula en esta frase una carencia de lo que la ciencia ha llegado a ser históricamente, y en general de lo que el hombre ha llegado a ser históricamente:
„En realidad, el cosmos no queremos conocerlo, sino que queremos ampliar la tierra hasta sus confines. No necesitamos otros mundos: queremos un espejo.“

Melancolía de Lars von Triers. Con la destrucción de la tierra y la extinción del género humano, la película nos sitúa ante la hipótesis de un universo carente de toda conciencia y por tanto de conocimiento. Es más, un universo carente en absoluto de toda forma de vida.

Anticristo de Lars von Triers.
“No sólo los hombres: también la naturaleza entera tiende a Cristo, no porque sea pecadora –ella no participa del pecado–, sino porque también ella queda bajo la repercusión de la caída en pecado y porque sus fuerzas cósmicas, lo concipiente y receptor y lo creador, están separadas y tienden a la reunificación.”
(Reinhard Lauth, La filosofía de Dostoievski en una exposición sistemática)


3. Recapitulación

Tal como la ciencia ha llegado a ser, tiene como uno de sus fines, que a su vez constituye uno de sus rasgos distintivos, la objetividad, cuyo principio dice así: los procesos naturales se desarrollan sin ser influenciados por el observador y con independencia de él. Objetividad significa que la observación no altera lo observado, lo cual, por tanto, no se comporta en función de la constitución subjetiva del observador, de modo que la validez –ya sea universal, ya sea condicionada– de lo constatado es independiente en lo posible del hecho de ser constatado, y en cualquier caso de la personalidad de quien lo constata. Por eso lo que tiene validez objetiva tiene también validez general. Que la observación no altera lo observado supone que el investigador, por investigar, no entra a formar parte de aquello que está estudiando sino que mantiene una distancia. Y porque mantiene esta distancia, tampoco el observador es alterado por lo observado ni por el hecho de observar: esto es un aspecto correlativo de la objetividad. Quizá no se lo suela mencionar, pero es tan esencial como la inalteración de lo observado. Y no sólo es igual de esencial: en realidad es el primer aspecto de la objetividad que el científico no se transforma investigando.

Tal como la ciencia podría ser, aspiraría a conocer el universo siéndolo compartidamente. Por ser conocido el universo sigue sin resultar alterado[2] perceptiblemente, pues no por dejarse participar de su ser pasa a asumir formas nuevas que antes no tuviera.[3] Tanto más comparte el cognoscente el ser propio del universo conocido cuanto menos puede percibir que lo altera por conocerlo.[4] Más bien, ahora es el cognoscente quien se altera: se altera ampliándose, se amplía saliendo de sí, y sale de sí siendo compartidamente el ser propio de lo distinto. En eso consiste tanto ser conocedor como ser existente. Diciéndolo en los términos con los que el personaje de Solaris expresa su nostalgia por lo que la ciencia podría haber sido: llegando a ser compartidamente lo distinto de sí, el cognoscente deja de mirarse en el espejo y pasa al otro lado. Compartiendo el ser de lo conocido, el cognoscente restablece con ello un hermanamiento que se había roto cuando él se salió de su seno gestante dando lugar –sabiéndolo o no– a un extrañamiento. Únicamente en tal extrañamiento son posibles luego las experiencias de la aporía, la perplejidad y el asombro (estas tres experiencias que por este orden constatan los personajes de El sueño de un hombre ridículo y Anticristo sólo son posibles a partir de un extrañamiento ya producido). La necesidad de hermanamiento restablecido, es decir, de rehermanamiento, de reconciliación, no provoca en el universo alteraciones reconocibles. Por eso no tenemos indicios de que el universo suspire ahora por ser reconciliado ni vaya a agradecerlo después, así como tampoco nada indica que el universo se inhibiría de destruir toda posibilidad de ser reconciliado si su inercia ciega le abocara a ello (como plantea la película Melancolía). Porque esos indicios faltan por ahora, no hay motivos para conocer el universo de esta manera, y resolverse a ello es un arbitrio. Habiéndolos captado primero como meros fenómenos pero sin reconocerlos en lo que tenían de signos, los indicios de solicitud y agradecimiento por parte del universo los constata y descifra el personaje de Anticristo sólo después de que la reconciliación ya se ha producido.[5] Antes, eso sólo puede ser una fe. Por lo que tiene de gratuita, es meritorio albergarla íntimamente, y más aún lo es haberla descubierto por vez primera. ¿Pero quién se atreverá a postularla sin sentir esta postulación como una arrogancia?



[1] F. M. Dostoievski, „El sueño de un hombre ridículo“, en: Diario de un escritor, traducción de Víctor Gallego Ballestero, Barcelona, Alba Editorial, 2a edición 2010, p. 440.
[2] Sin menoscabo de su aprovechamiento posterior, en parte porque aquí se habla sólo del conocimiento, pero también porque ni siquiera la manipulación técnica del universo vuelve sus leyes contra sí mismas.
[3] Esta imperceptibilidad de alteración fundamentaría la pretensión de objetividad de la ciencia tal como ha llegado a ser, aunque tal pretensión resultaría de una reducción según lo que se explica a continuación.
[4] Acaso el indicio de una diferencia esencial entre el ser universal y el ser personal resida en que éste último sí revela ser alterado por ser sido en sus diversas formas: dándose a conocer, siendo sustentado, siendo violado, expropiado, enajenado, etc.
[5] “No te faltaron advertencias”, le dice el gran inquisidor a Cristo en la conocida fábula de Dostoievski, refiriéndose a las tres tentaciones, que precisamente Cristo, tal como le reprocha el inquisidor, no supo reconocer como indicios. En el pasaje de Parsifal conocido como „La magia del Viernes Santo“ se dice que la naturaleza agradece la redención del hombre en el sacrificio expiatorio de Cristo y da muestras de ese agradecimiento y de su participación refleja en la redención refloreciendo en primavera. Pero que el reflorecimiento primaveral es una muestra de agradecimiento y un suspiro por la redención del hombre sólo lo advierte quien ha sido expresamente iniciado en esa „magia“: antes de ser iniciado por Gurnemanz, los fenómenos naturales asociados con la llegada de la primavera no son para Parsifal más que una causa de perplejidad, y aun eso ya es sorprendenemente mucho: para nosotros no constituyen más que un archisabido fenómeno cíclico que ya sólo asociamos a posibilidades de ocio.

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